¡El rey está desnudo!
Hyacinthe Rigaud. Luis XIV
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Este
conocido cuento de Hans Christian Andersen podría servir de parábola a la
situación política del país y las discusiones que se dan en torno a ella. Cuenta
que en un lejano país, su monarca se entera que unos famosísimos sastres están
de paso por su reino y les encarga le confeccionen un traje. Dichos sastres, luego de disfrutar un buen tiempo los beneficios
que les brinda la vida en la corte, anuncian que han confeccionado para el Rey
el traje invisible más hermoso del mundo, tan hermoso que “sólo los tontos no
pueden verlo”.
Le
quitan la ropa al Rey y le colocan el nuevo traje invisible. Por supuesto que
el Rey se ve desnudo, pero no lo reconoce porque no quiere aparecer como un
tonto.
Convoca
entonces a sus colaboradores, a quienes les pregunta por la belleza de su
traje. Superada la sorpresa de ver al Rey desnudo –cuenta Andersen- y enterados
que semejante traje es tan hermoso que “sólo los tontos no pueden verlo”, toda
la corte afirma que el traje es el “más hermoso del mundo”, convenciendo
definitivamente al Rey y los sastres siguen su viaje con un suculento pago por
su trabajo.
Un
día decidió que su pueblo merecía también disfrutar la hermosura de su traje y
sale del palacio para recorrer su reino. El pueblo lo ve desnudo, pero por
temor a contradecirlo, no dice nada. Hasta que un inocente niño lo descubre y
grita:
“¡El Rey está desnudo!”
Hasta
ahí Andersen. De manera similar, después de las protestas y la agitación social
que vivió el país en los últimos años, la riqueza y prosperidad del Chile
neoliberal y globalizado, que por cierto sólo los tontos no podían ver, quedó
en evidencia era inexistente. La desigualdad y la exclusión que genera, en
cambio, se hizo evidente, como la desnudez del rey.
Sin
embargo, el liberal insiste en las bondades del sistema y declara que sólo se
trata de un malestar transitorio que tiene su origen en “asimetrías de
información…en ningún caso, desigualdad”, probablemente para no parecer tonto.
El
problema, en el peor de los casos, sería que las oportunidades están mal
repartidas por causas accidentales que podrían enfrentarse eficientemente sin
tocar la esencia del modelo.
Puesto
que para el liberal –como para los aduladores, la desnudez del rey- no existe desigualdad
excepto, por cierto, en otros contextos históricos y políticos, especialmente
en los que antecedieron a la embriaguez neoliberal de los años noventa. En el
peor de los casos, ésta existe como un resabio de concepciones desarrollistas o
del Estado de Bienestar que subsisten aún y que se superarían sólo con más
libertad o dicho de otra manera, con más información, la que brindaría más y
mejores oportunidades.
Es
la tendencia dominante en las políticas públicas de los últimos veinte años,
las que, sin embargo, no hicieron posible la superación de la desigualdad ni
ocultarla, así como las suposiciones del rey y de la corte no fueron
suficientes para ocultar su desnudez y comprobar la existencia de su hermoso
traje a los ojos del pueblo.
Quienes
no pueden ver las bondades del sistema –como en el cuento de Andersen, la
hermosura del traje del rey-, serían víctimas sólo de “asimetrías de
información”.
Curioso
razonamiento el de nuestros liberales. Unos poseen información y otros no la
poseen. ¿De dónde proviene la diferencia, en este caso, respecto de la propiedad
de la información? Es algo que no se toman la molestia de explicar y su
suposición es tan ideologizada como la de la corte, para ocultar la desnudez
del rey. Pareciera pasarles inadvertido, en este caso, que el que unos posean
la información y otros no, es expresión precisamente de una desigualdad.
Entonces,
la supuesta prosperidad del sistema y la multiplicación de las oportunidades
que ofrece a todos y todas por igual, se cae ante la evidencia histórica de que
hay desigualdad.
Las
movilizaciones de la comunidad educativa el 2011, los levantamientos
regionales, las protestas de los damnificados por el terremoto del 27-F, los
dos paros nacionales convocados por la CUT en menos de tres años, solamente dan
cuenta de esto; son como el cuento del Rey Desnudo de Andersen. Después de
todo, existía la desigualdad y el liberal no podría entenderlo y aceptarlo sin
entrar en contradicción consigo mismo, como el rey y su corte.
El
liberal, entonces, elabora una teoría que explicaría no la desigualdad sino la
protesta social, operación teórica que le permitiría no caer en esa contradicción.
Pero
esta no es solamente una explicación teórica. Es además una posición política que,
sin decirlo abiertamente, se opone a que se realicen cambios y defiende
privilegios y posiciones de dominio de ciertos grupos de interés como los
banqueros, los empresarios de la educación o del sistema de pensiones que han
hecho de "sus" intereses en los últimos años los supuestos intereses de toda la
sociedad.
Esta apelación a la totalidad de la sociedad
es lo que hace de estos grupos de interés “clases sociales” que están en
contradicción con otras clases.
De
esa manera, el liberal, que en los años noventa del siglo pasado y posteriores,
aparentemente, estaba a la vanguardia del pensamiento y del progreso, aparece
hoy en día como lo que realmente es, un defensor del orden de cosas, un
ideólogo al servicio de intereses de clase, un conservador o en el mejor de los
casos, un adulador.
Enarbola
entonces un segundo argumento para hacer aparecer su posición menos reaccionaria
de lo que realmente es; la de que en realidad el Gobierno no tiene claridad de
propósitos. Una frase célebre en este sentido la acuñó el ex director del CEP
Arturo Fontaine Talavera: “el diablo está en los detalles”.
La
técnica consiste en no pronunciarse acerca de los objetivos del programa sino
en señalar sus omisiones y las dificultades de su implementación.
Algo
parecido es lo que sostiene el rector de la UDP y columnista del diario El
Mercurio Carlos Peña, respecto del programa de la Nueva Mayoría en educación,
tildando de tonteras aquellas ideas que no comparte, haciéndolas aparecer como
omisiones cuando en realidad están planteadas explícitamente: desmunicipalización
de la educación escolar y creación de un Servicio Nacional de Educación; fin al
copago. Aumento de los aportes basales del Estado a las universidades de su
propiedad; gratuidad para el setenta por ciento de los estudiantes de las
familias de más bajos ingresos en los próximos cuatro años para avanzar a la
gratuidad universal e introducción de más regulaciones al sistema privado,
entre ellas no lucrar.
Posiblemente
esto se deba a que en su concepto una reforma total no solamente es innecesaria
sino que ni siquiera es posible, porque la totalidad no existe pues no es más que
una reunión de todas las partes. Por
consiguiente, no es necesario pronunciarse sobre los fines últimos de un
programa de reforma.
Bastaría
con continuar introduciendo reformas incrementales al modelo que en realidad
hoy es objeto de una demanda social por su transformación estructural.
De
acuerdo a los argumentos sostenidos por liberales como Peña y Fontaine, la
discusión debiera centrarse en el acoplamiento o ensamblaje de las partes,
precisamente los detalles entre los cuales se escondería supuestamente el
diablo, que no puede interpretarse sino como los efectos supuestamente
contraproducentes e indeseados en la implementación de las reformas que se
propone el programa de la Nueva Mayoría.
Por
supuesto, efectos indeseados para los dueños y burócratas de escuelas,
institutos y universidades privadas, quienes como los sastres han disfrutado en
los últimos veinte años de los beneficios que les brindó la corte y se van con
su suculento pago por el trabajo realizado.
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