Juan D. Dávila. Hysterial Tears. 1979 |
La aprobación de los plebiscitos para dirimir acerca de las materias en
las que la convención no alcance el supraquórum de 2/3 acordado por el “partido
del orden”, ha desatado –como era de esperar- la furia de la derecha. Bueno, en
general su actitud respecto de todo el proceso constituyente ha sido esa;
reclamar por todo y poner obstáculos desde el primer día de su instalación,
recurriendo a las afrtimañas más ordinarias.
La vacilación en los sectores democráticos, lamentablemente, le ha
facilitado las cosas a la reacción, de tal modo que incluso en su situación de
ínfima minoría social, política y moral, todavía ostenta una capacidad no
despreciable de hacer aparecer como algo razonable, lo que no son más que los
espasmos agónicos de la democracia de los acuerdos.
Efectivamente, el quórum de 2/3, rémora del binominalismo y piedra
angular de la transición pactada, en los hechos significa un pie forzado que
condena cualquier tipo de deliberación al consenso o la inanición. La derecha
lo dice sin ambages y lo defiende. En su matriz conservadora se entiende esta
aplicación que connota estabilidad, es decir inmovilidad institucional, pues su
proósito es mantener las cosas como están, precisamente lo contrario de lo que
demanda la sociedad y que explica el levantamiento popular del 18 de octubre,
eufemísticamente catalogado como “estallido social”.
De estallido social nada. No se trató de un reventón sin propósito ni
reivindicaciones, expresión de un malestar amorfo e inexplicable. No.
El que las demandas principales del 18 de octubre fueran dignidad,
igualdad, participación, y que éstas se sintetizaran tan categóricamente en la
consigna “no son treinta pesos, son treinta años” y en las demandas de fin al sistema de AFP y
cambio constitucional, da cuenta de que todo el proceso tiene una dirección
histórica irrefutable y así lo demuestran categóricamente, además, los
resultados del plebiscito del 25 de octubre de 2020 y la elección de
convencionales en abril.
Resulta, pues, inexplicable que haya sectores partidarios de las
transformaciones y la democratización del país que aún defienden el quórum de
2/3, en tanto dicha dirección del proceso es exactamente la misma de sus
propósitos declarados. Es más, el famoso supraquórum –y lo ha planteado la
derecha innumerales veces, como si fuera su virtud- obliga a la convención a
llegar a acuerdos o no proceder a las transformaciones que el pueblo reclamó en
las calles.
Probablemente, hay sectores de la Convención que creen sinceramente en
la posibilidad de llegar a acuerdos “convenientes” con la derecha en ella. La
misma creencia de los estrategas de la transición pactada que nos tiene adonde
nos tiene. Otra hipótesis esgrimida por los partidarios de los 2/3 es la
posibilidad de tenerlos para emprender las transformaciones reclamadas por el
pueblo desde el 18 de octubre en adelante.
Puede ser. Sin embargo, este razonamiento pasa por alto la que es
probablemente la demanda más importante del “estallido”. El pueblo reclama
participación y menos cocinas, o sea menos “consensos”. No se trata de
reemplazar a una burocracia por otra. Efectivamente, da risa escuchar a
antiguos exégetas de la autonomía
declararse muy tranquilos desde el momento en que la derecha no obtuvo el
tercio que necesitaba para bloquear las reformas, relegando al pueblo al lugar
de espectador de lo que hacen sus representantes y los bienintencionados y
sagaces dirigentes de la autonomía.
La reacción, en cambio, ha interpretado correctamente el sentido de los
plebiscitos dirimientes y lo ha declarado desde un principio de la discusión.
Primero, ha dicho que esto conllevaría polarización social, o sea, politización
de la sociedad, debate, “deliberación Ciudadana” como la llaman los amantes de
la “retórica profunda”, como los llamaba Baudelaire. Luego, ha dicho que es
devolverle la pelota a los mismos que delegaron en la convención la responsabilidad de redactar una nueva
Constitución. Obvio. Y obviamente, la derecha le tiene pánico a esa situación.
Hace diez años exactamente, un pintoresco ex presidente de RN declaraba en este
mismo sentido “le tengo pánico a los plebscitos”.
Finalmente, como editorializa El Mercurio y repite después el batallón
de tinterillos que tiene el sistema en los medios, es una manera de “saltarse
el quórum”. En el sentido de devolver el poder de la deliberación al
constituyente originario que es el pueblo, efectivamente sí. Eso no obsta sin
embargo, a que la Convención –con la seriedad y rigor que la ha caracterizado,
a pesar de las caricaturas de medios amarillistas y reaccionarios- continúe sus deliberaciones y entregue en el
plebiscito de salida la nueva Constitución al escrutinio del pueblo.
Hasta la derecha, tiene el derecho de opinar y proponer en ella. Ahora
bien, que tenga los votos o pueda reunirlos, es problema suyo, no de la
Convención ni del resto de la sociedad. Que tengamos que seguir subsidiándola,
tal como fue a lo largo de los tediosos años noventa, sería impresentable.
Por esa razón, los plebiscitos se abrirán paso. Es la demanda popular de
participación la que está en juego. La sustentabilidad del cambio
constitucional, no depende como han tratado de hacer creer los nostálgicos del
binominalismo del consenso mayoritario, sino del protagonismo del pueblo en
todo este proceso.
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