Honoré Daumier. El vientre legislativo. 1834 |
El
llamado de toda la derecha, incluida la “derecha democrática”, a votar rechazo
en el plebiscito de salida, solamente viene a sincerar lo que ya se sabía.
La
derecha, nostálgica de la dictadura de Pinochet; defensora de la gran propiedad
y de privilegios -la gran mayoría de las veces- mal habidos; partidaria de la
supremacía racial y de una noción abstracta de la nacionalidad que se remonta
al latifundio y el catolicismo fundamentalista; notificó al país el fin de
semana que prefiere una Constitución que mantenga todos estos principios a una
Constitución que incluya a todos y todas.
A
una que garantice derechos económicos, sociales, políticos y culturales; una
auténtica descentralización y distribución de poder; mecanismos de
participación ciudadana y popular; de reforma permanente; de ejercicio de la
soberanía a través de instituciones sujetas al escrutinio del pueblo, donde la
transparencia y la probidad no sean solamente una declaración sino una
obligación y un motivo de sanción de las autoridades que no cumplan con
ellas.
Su
diseño original, el que consistía en esperar a que la “sociedad civil” se
pronunciara en contra de la Nueva Constitución y llamara a votar rechazo,
naufragó estrepitosamente.
Ni
siquiera los sectores de la sociedad civil a los que apelaba, como los gremios
que agrupan a los grandes empresarios e instituciones religiosas, han osado
anunciar su voto en contra. Su sector más ultra, el Partido Republicano,
comprendió tempranamente que eso no pasaría y que la defensa de los intereses
de clase que representa, estarían mejor protegidos con una actitud decidida y
clara que con esas melifluas declaraciones que tratan de disimularlos
inútilmente.
Incluso
en las encuestas de sus centros de estudio, se ve reflejado que, en la relación
inversamente proporcional al sinceramiento de la derecha, crece la intención de
votar apruebo. Lo que ya es mucho decir considerando lo ideologizado de sus
metodologías, las preguntas que realizan y sus rebuscadas interpretaciones.
Su
promesa de elaborar una nueva constitución después de un presunto triunfo del
rechazo, no es más que la confesión prematura de su fracaso. En efecto, se
trata del reconocimiento, a regañadientes, de que una Constitución inspirada en
sus ideas no da cuenta de la sociedad real; por consiguiente, de su
imposibilidad política y social –no meramente jurídica- y finalmente, de su
derrota en septiembre.
A
la derecha, en todo caso -a los Chahuán, los Ossandón, los Macaya, los Kast y
el resto de la patota- no les importa tanto eso como salvar lo que se pueda de
la estantería. El problema lo tienen los ex concertacionistas, como Mariana
Aylwin, Fidel Espinoza, Ignacio Walker, José Miguel Insulza, Eduardo Aninat y
el resto de la vieja guardia. O se unen a la mayoría nacional y popular que se
manifiesta cada vez más fuerte por el apruebo en el plebiscito de salida o se
suman a la cantinela incomprensible del rechazo para reformar, uno de los
ideologismos más extravagantes que se hayan escuchado en los últimos treinta
años.
El
asunto, sin embargo, no es solamente lógico. Históricamente, cuando las clases
dominantes se estrellan con los límites políticos de sus alambicados
silogismos, suelen ajustarlos por la fuerza. Eso es precisamente el fascismo y
la razón del atolondrado llamado de la derecha a rechazar en septiembre. A esa
posición de fuerza imposible de ocultar, no se le puede oponer una tesis
académica. Debe oponerse una repuesta política y de masas que es el despliegue
de la movilización popular más amplia y diversa para asegurar un triunfo
aplastante en el plebiscito de salida.
Ya
se están preparando los que, con mano ajena, quieren escamotear el triunfo
popular de septiembre a través de conspiraciones y componendas que van a tener
como escenario el Parlamento, una de las instituciones más desprestigiadas y
menos confiables de nuestro país. La Convención Constitucional, representativa
de toda la amplitud de los pueblos de Chile, de su diversidad y riqueza
cultural, ha hecho todo lo que podía haber hecho.
Sólo
la movilización popular es garantía suficiente de que el proceso constituyente
llegue hasta el final y conjure las últimas maniobras que le quedan a la
derecha y el empresariado, si no para evitarlo al menos para hacerlo lo más
inocuo posible. Llegar hasta el final no
es solamente la promulgación de una nueva Constitución que reemplace la de
Pinochet sino la construcción de un Estado Democrático, Solidario y de Derechos
que haga posible el desmantelamiento definitivo del neoliberalismo y la
construcción de una auténtica democracia, que es lo que la derecha quiere
evitar y a lo que le temen quienes desconfían de la participación popular y que
prefieren la estabilidad con tal de mantener sus pequeños privilegios.
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