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sábado, 15 de febrero de 2014

Primer mensaje de Piñera al Congreso



Jean Antoine Watteau. Mezzetin






La cuenta presidencial del 21 de mayo ante el Congreso Pleno, tiene algo de paradoja. Y eso se nota en las reacciones que ha provocado. ¿Fue de continuidad? ¿Fue de ruptura? No es ni una cosa ni otra, es las dos. La cuenta es expresión de una suerte de naturalismo de lo social. La sociedad es como es y contra eso, no hay nada qué hacer. Por eso, el discurso de los actores políticos, excepto por cierto la izquierda, es tecnocrático. No se refiere a las medidas propuestas por Piñera sino a la manera de implementarlas. Algunos, con un tono entre pesimista y escéptico; otros, por el contrario, entusiasta y colaborador. Este naturalismo representa, sin duda, el fin de la llamada “transición a la democracia”. El reconocimiento por parte de Piñera de la obra de la concertación no es, en este sentido, una muestra de cinismo ni discurso para la galería. Puede ser interpretado perfectamente como un logro de la transición pactada: la idea de que el desarrollo es el resultado del esfuerzo individual y no de una relación social definida de modo explícito, regulada por el Estado; de un proyecto de sociedad acordado democráticamente por todos y todas, con responsabilidades definidas para cada uno de acuerdo a su rol político y  social, y derechos garantizados expresados en una ley reconocida como legítima.

Es el llamado que el presidente nos hace cuando dice “hoy quiero convocarlos a un nuevo desafío: que durante el transcurso de esta década, seamos capaces de darles a todos nuestros niños y jóvenes, en la educación municipal y privada subvencionada, cualquiera sea la condición económica de sus padres, una educación de calidad, que les permita ser verdaderos ciudadanos de la sociedad del conocimiento y la información… así transitaremos del país de las desigualdades, al Chile de las oportunidades.”  Nada muy diferente a los principios de la reforma educacional impulsada por los gobiernos de la Concertación, a no ser por una vaga alusión a lo público, a la lucha contra las inequidades por parte de ésta y que son justamente la parte del debe de la reforma educacional. En un tono épico, el Presidente Piñera, por consiguiente, llama a todos los chilenos a resignarse. La paradoja del discurso es esa.
Algunas ideas que cruzan esta profesión de fe liberal. Por una parte, el reconocimiento de la desigualdad como principio de la igualdad de los chilenos. Es la vieja idea de Hayek de que igualdad y libertad son dos principios que se excluyen recíprocamente. Transitar de las desigualdades a las oportunidades, es la conclusión de la derecha; no resolver las desigualdades escandalosas de nuestra sociedad. Brillante. Que alguna vez alguien haya concebido sinceramente la posibilidad de que a partir del esfuerzo individual se pudieran resolver las inequidades que genera el neoliberalismo, es posible. Después de más de treinta años de aplicación de esta receta, resulta francamente voluntarista. Esta misma idea de una igualdad abstracta es la que inspira una de las frases célebres del discurso presidencial:  dar una educación de calidad a nuestros niños y jóvenes  “en la educación municipal y privada subvencionada”. El presidente parte de la suposición de que es lo mismo una escuela municipal que una escuela privada. No tiene una concepción de la educación pública y no podría ser de otra manera. Primero por una razón doctrinaria: su concepción neoliberal de la sociedad. Y en segundo lugar, por una razón política, porque en la LGE, aprobada hace un par de años producto de un acuerdo político entre la derecha y la concertación, la educación pública es toda aquella financiada por el Estado independiente de su misión, propiedad y quienes la administran.

Los llamados a la unidad, por lo tanto, no caen en el vacío. Encuentran un terreno propicio en la creciente privatización de las relaciones sociales y la asunción del mercado y la competencia, como las condiciones naturales de existencia de los actores sociales. Esto en el sistema escolar es verificable rápidamente en la caída de la matrícula de la educación municipal y el pago de cuotas mensuales, uniformes y buzos exclusivos en escuelas y liceos de dudosa excelencia y nombre pomposo, como algo normal por parte de las familias con tal de asegurar una educación de calidad para sus hijos. La destrucción de la pedagogía y su conversión en una lucrativa empresa por parte de universidades privadas y facultades de educación también de dudosa calidad y su regulación en el mercado. El deterioro de las condiciones de desempeño profesional y laboral de los docentes y la introducción de factores de competencia, como las evaluaciones individuales y las rentas variables; el clientelismo y la demagogia de los administradores municipales de la educación de propiedad del Estado, independiente del sector político al que pertenecen.

En la opacidad que forman estas relaciones sociales y este naturalismo del mercado, la frontera entre oficialismo y oposición se ha tornado cada vez más difusa. Mientras la derecha era oposición, sacó grandes dividendos tanto para sus representados (los empresarios) como para sí misma como sector político. Los cambios culturales de la sociedad chilena en los últimos veinte años han hecho que el tránsito desde un gobierno de centro encabezado por sectores que lucharon contra la dictadura militar, a un gobierno de una derecha que fue su sostén político, doctrinario y técnico -en una cruza extraña de sectores autodenominados “liberales” y fundamentalistas religiosos-, haya sido posible.

Es mucho lo que hay que hacer. Obviamente del gobierno de la derecha y del Presidente Piñera no era esperable un discurso diferente. No podemos esperar de los representantes del empresariado y la reacción, anuncios de recuperación y expansión de la educación pública, relevar el Derecho a la Educación, dignificación de la profesión docente. Es justamente la oposición la que debe poner estos principios en el debate de la sociedad para movilizar conciencias, generar movimientos de masas por la profundización de la democracia, entre ellos probablemente uno de los más relevantes el movimiento por la defensa, recuperación y expansión de la educación pública. Probablemente sólo entonces podremos hablar de que la transición llegó a su fin.


Gratuidad de la educaciòn



Jean F.Millet.ElAngelus
 

Gratuidad de la educación. ¿Qué es lo que se debate?

La gratuidad de la educación, para la abanderada de la derecha en las próximas elecciones del 15 de de diciembre, no sólo sería imposible, sino que además sería regresiva en términos sociales. Es también lo que sentencia la editorial del diario El Mercurio, órgano oficioso del empresariado, la derecha y los sectores conservadores de nuestra sociedad.

Con miras a las elecciones del 15 de diciembre, sería bueno aclarar de qué se discute. Para Evelyn Mathei  y los sectores liberales del espectro político, el tema es esencialmente empírico. Se refiere a corregir los efectos negativos –e indeseados- del mercado en educación. Fundamentalmente inequidad. Desde este punto de vista esencialmente empírico, lo único que se ve es que hay ricos y pobres. Que los ricos tienen acceso asegurado y los pobres, servicios focalizados o en el caso de la educación superior, una promesa incierta que se basa única y exclusivamente en el crédito.

Siguiendo el razonamiento, a las universidades ingresan mayoritariamente jóvenes de las familias de más altos ingresos. Y los colegios de enseñanza básica y media, también seleccionan a sus alumnos con un criterio basado en el ingreso de las familias. Ya no hablamos solamente de colegios particulares pagados. Hablamos también ahora de escuelas subvencionadas por el Estado que, por obra y gracia del financiamiento compartido, clausuran su composición en familias de clase media que han migrado del sistema municipal.

Una vez asumidos todos estos hechos como simples datos empíricos, como hechos de la causa, la discusión es eminentemente pragmática. Siendo así, es lógico que El Mercurio y la Mathei, se opongan a la gratuidad. Su tema es la viabilidad de una medida como ésta, cómo financiarla y subsidiariamente, su efecto en relación con la totalidad de la sociedad.

Pero no es esa la inspiración que explica la demanda por gratuidad de la educación de estudiantes, profesores, trabajadores y sectores democráticos en general, expresados en el programa de la Nueva Mayoría y en la candidatura de Michelle Bachelet. El orden de los argumentos es precisamente el inverso. No es la corrección de los efectos indeseados –o externalidades negativas- del mercado lo que se pretende resolver por parte de estos mediante la gratuidad de la educación.

Ello, pues la existencia de ricos y pobres y la profundización de la brecha que los separa, no es un hecho natural que se pueda abordar desde el sistema educativo, sino el resultado histórico del neoliberalismo como concepción de la sociedad.

Que ésta sea profundamente clasista, que se caracterice por altísimos niveles de inequidad y estratificación, no es un argumento en contra de la demanda por gratuidad. Todo lo contrario. Es la inequidad de nuestra sociedad la que explica el que tengamos un sistema educativo estratificado, tan caro y de mala calidad.

Este empirismo propio de la mentalidad liberal no puede comprenderlo. Es presa de los puros hechos, no puede comprender los fenómenos sociales ni proponer soluciones a las contradicciones que genera su propio desarrollo como concepción de la sociedad  sin negarse a sí mismo.

Por ello, la Mathei y el diario El Mercurio catalogan la demanda por gratuidad como regresiva en términos sociales. Luego, su conclusión de que esta medida sería imposible, se deduce fácilmente. En efecto, sin negar su concepto de sociedad y las premisas metodológicas de su concepción de la política pública, es imposible otorgar gratuidad de la educación. Porque para poder hacerlo, sería necesario avanzar además hacia una mayor equidad social, disminuyendo progresivamente la brecha que separa a pobres y ricos.

Por ejemplo, a través de los impuestos. Luego, una mayor recaudación tributaria permitiría destinar un mayor porcentaje del presupuesto nacional a la educación, no a través del gasto privado –que fue la receta aplicada desde 1995 en adelante- sino haciendo que el Estado eleve su participación en él; aumentando aportes basales a las universidades; o eliminando el financiamiento compartido de la educación escolar y obligando a todos los sostenedores que reciben subvención del Estado a reinvertir sus utilidades en las mismas escuelas.

El debate sobre gratuidad es, pues, un debate histórico que se enmarca o que es parte del cuestionamiento global a las políticas neoliberales, a su concepción de hombre y de sociedad y lo que se expresará en el balotaje del 15 de diciembre y no sólo una discusión técnica acerca del financiamiento de la educación.







La inequidad del sistema educacional

Pink Floyd. The Wall


¡Es la inequidad, estúpido!

Desde que empezaron las movilizaciones por la educación, innumerables editoriales, columnas de opinión y cartas al director de diversos medios de comunicación, incluido por cierto el panel de un conocido y clasemediero programa de televisión, han planteado que el problema de nuestra educación es su “mala calidad”. Concepto polémico, ambiguo, polisémico, ideológico, que se escucha desde 1995, año de la reforma educacional de Eduardo Frei R. Ahora también escuchamos con harta frecuencia al Presidente Piñera o a su Ministro de Educación “…compartimos con los estudiantes su demanda por mejorar la calidad de la educación…enviaremos una reforma constitucional para que el Estado sea garante de la calidad de la educación…felicitamos a los estudiantes por haber puesto el problema de la calidad de la educación en el debate político…etc.”
Cómo se mejora la calidad –concepto oscuro y poco preciso- de algo que para el Presidente es un “bien de consumo” mientras que para el movimiento social de estudiantes, profesores y trabajadores, es un derecho, parece algo imposible o cuando menos, difícilmente conciliable. Para los liberales –incluidos los neo y los autodenominados liberales a secas-, es una cuestión en realidad bastante simple. Se trata de una cosa, una reunión de cosas, de hechos singulares. Que el conjunto de esas cosas, se denomine “educación” y de otra parte, una clasificación de sus atributos, se denomine “calidad”, no implica que dejen de ser un conjunto de cosas reunidas.
En ese sentido, a la autoridad política o al planificador social, no le queda más que poner cierto orden. Una antigua ministra de educación decía que hacer la política pública de educación es como “hacer un puzzle”. Excelente ejemplo de la concepción liberal de la política educativa. No hay concepción de hombre, de sociedad, aspiraciones que vayan más allá de lo existente. La política pública no se propone objetivos, no hay principios organizadores –eso para el (neo)liberal, es ideología- no hay supuestamente un plan preconcebido. Se trata de ir uniendo piezas.
Tal vez por eso un conocido ingeniero industrial, se ha convertido en experto en educación sin haber pasado jamás por una facultad de pedagogía ni pisado un aula. Más allá de sus buenas intenciones e incluso, lo acertado de algunas de sus apreciaciones, tampoco tiene una visión del conjunto del problema o de la “totalidad “, concepto pecaminoso para el liberal. Toma cualquier pieza del puzle, sus esquinas por ejemplo; y empieza a armarlo y una vez hecho, con un poco de esfuerzo y de suerte va a lograr en diez años, la “calidad de la educación”, como el paisaje de una foto o la imagen del Rey León o La Sirenita.
Esta concepción de la política pública ha tenido eso sí, un efecto indeseado e incomprensible para el liberal. Crece el acceso, las tasas de matrícula, tanto en la educación escolar como en la superior y aumenta la inequidad. Ya no se trata de la inequidad que conoció el siglo XX, marcada por la exclusión de los servicios básicos, altas tasas de analfabetismo y deserción escolar. Es la inequidad en la distribución de los saberes, los bienes culturales de la sociedad y de los roles asignados a cada uno en ella.
Así, antes de llegar a la tan ansiada meta de la “calidad de la educación”, van quedando en el camino  generaciones enteras de niños y jóvenes frustrados, docentes fracasados y estresados, padres endeudados que en lugar de dejar como herencia a sus hijos una educación de calidad que les otorgue mejores perspectivas que las que ellos tuvieron, les deja una pesada carga con la banca privada. Es precisamente por eso que los estudiantes y sus familias se movilizan.  Porque esperan de la educación, algo que la política pública –así como la conciben los liberales y la han diseñado a lo menos desde hace veinte años- no puede darles. Sus sueños, su “visión”, para el liberal son quimeras, utopías irrealizables. Eso, para el liberal sólo será posible en el caso de aquellos que con su propio esfuerzo, los puedan realizar.
Lo realmente utópico es que en una sociedad subdesarrollada y pobre como la nuestra, con niveles casi pornográficos de inequidad, los individuos con su propio esfuerzo puedan a través de la educación superar la pobreza. Por lo demás, existe abundante investigación y evidencia empírica de que la calidad de la educación está en relación directa con la equidad y los grados de integración de una sociedad. Ese es el reclamo de los estudiantes, de los profesores y  profesoras, de las familias chilenas. Por eso, al Presidente Piñera, se le podría decir lo mismo que Bill Clinton a George W. Bush. ¡Es la inequidad, estúpido!


Ideas fracasadas de la derecha



Jean Antoine Watteau. Comediantes italianos






La iniciativa de crear cincuenta liceos de excelencia en el país es, de todas las iniciativas propuestas por el Ministro de Educación y presentadas en la cuenta del presidente Sebastián Piñera  al Congreso Pleno el 21 de mayo, la que más reacciones ha provocado. Es como si todo el paquete restante de iniciativas –entre ellas, fortalecer el sistema de financiamiento vía subvención –aumento y focalización de los montos, rendición de cuentas y mejoramiento de la información para usuarios del sistema de por medio-, la nueva institucionalidad del sistema educacional –Ley de Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación con todo lo que ella implica en lo que respecta a la profundización del rol subsidiario del Estado-, la extensión de la jornada escolar en barrios peligrosos –expresado en delincuencia y tráfico de drogas, lo que a través de un uso sofisticado de la información por parte de los medios, parece afectar sólo a los barrios pobres de las grandes ciudades-, no tuvieran relevancia. A lo más, la discusión es cómo implementarlas; si el tiempo y los recursos disponibles son suficientes y de dónde obtenerlos. Es como si todo lo  anterior fuese obvio.
Pero, a pesar del revuelo causado por los liceos de excelencia, ¿es tan irrelevante discutir acerca del financiamiento de la educación? ¿Es indiferente la administración del sistema, incluso admitiendo que la creación de liceos de excelencia fuera una buena idea? ¿Son las escuelas lugares de control o comunidades de aprendizaje e intercambio cultural? Eso, dejando de lado si en los liceos de excelencia va a haber media jornada, jornada extendida o extra larga. Porque, seguramente, alguno de los liceos de excelencia estará en una de esas comunas donde viven jóvenes  eufemísticamente catalogados de “vulnerables”. Y probablemente uno de los problemas más discutibles ¿Cuál es la utilidad de las pruebas estandarizadas para la elaboración de políticas educacionales?, pues todos los argumentos para la creación de liceos de excelencia provienen de los resultados de la PSU.
Es similar a cuando el ministro Lavín, entonces exitoso alcalde de Las Condes, promovía un nuevo concepto en las ciencias políticas: “el cosismo”. Hacer sin importar cómo. Es un método que en otros tiempos no tan lejanos de nuestra historia, se expresaba en aplicación de políticas independientemente de su alto costo social, las opiniones disidentes o las pérdidas que implicaron para el erario público.  El cosismo trata en general de medidas y políticas públicas –entre comillas- que no podrían ser resultado del debate democrático, de la auténtica reflexión sobre lo social, sobre el carácter y rol del Estado y la convivencia democrática –a lo más de un rito vacío como una consulta que de ciudadana tiene sólo el nombre-. El cosismo de los cincuenta  liceos de excelencia y la candidez con que se enfrenta este debate por parte de dirigentes políticos y a la que es conminada a responder la comunidad académica y de los investigadores educacionales, hablan quizás de un deterioro más profundo de nuestra cultura que el expresado en los resultados del SIMCE. Estos, incluso, podrían ser su manifestación más brutal.
Admitamos que la creación de los liceos de excelencia es, precisamente, una medida que apunta en la dirección de todos los problemas antes señalados. Efectivamente, como no se puede hacer una reforma para mejorar la situación de la educación de todos los niños, intentemos una solución focalizada. Razones técnicas, financieras y administrativas hay muchas para afirmarlo. A comienzos de los años noventa, para los planificadores y responsables políticos del sistema escolar eran evidentes: la municipalización de la educación arrebató al Estado de su principal instrumento para aplicar políticas, las escuelas y liceos públicos, aunque en lo formal –y jurídicamente hablando- siguieran siendo estatales. El financiamiento de la educación estaba en los niveles más bajos de nuestra historia. Finalmente, se regía por un marco regulatorio que por años fue catalogado de “amarre”. Una razón política que sonaba juiciosa para no acometer una reforma integral de la educación y que sólo fue enfrentada con coraje por los estudiantes secundarios el 2006.
Esta técnica de los pequeños ajustes, de los planes focalizados, de las medidas realistas, no sólo no ha tenido los resultados esperados, sino que ha profundizado los dos grandes defectos que se propuso enfrentar: la inequidad y baja calidad de la educación. Es sorprendente la incapacidad de las autoridades del Estado y de la denominada “clase política”, para enfrentar este fracaso. Y más sorprendente todavía, que se enfrasque en una discusión tan bizantina como la conveniencia o inconveniencia de crear cincuenta liceos de excelencia, como si ésta medida fuera de una tremenda relevancia. Aparentemente, la necesidad se convirtió en virtud para algunos y para otros, lisa y llanamente, es el principal logro de la transición democrática.
Lo esperable en un sistema educacional, es que la “calidad” de la educación que reciben jóvenes y niños sea relativamente homogénea. Las diferencias en su desempeño debieran ser expresión de diferencias individuales. Y las que provienen de factores de clase, culturales o de género ser atenuadas por la distribución más o menos equitativa de saberes, competencias y habilidades en el sistema, respetando al mismo tiempo la diversidad de las sociedades en que vivimos.
Con los liceos de excelencia puede suceder algo similar a lo que sucedió con nuestra sempiterna reforma educacional –tan sempiterna como la transición-. La “necesidad” transformada en virtud, producto de la opacidad del sistema político y su triste expresión en nuestra cultura dominante, incluido nuestro sistema escolar. Sin enfrentar antes el problema del cambio al sistema de financiamiento de la educación, a su administración, el fortalecimiento de las capacidades de gestión técnico-pedagógicas del ministerio de educación, su implementación como parte de un plan integral –y no de una aplicación fragmentaria de políticas y planes al modo de un puzzle como lo llamaba la ex ministra Jiménez-, termine por profundizar la segmentación e inequidad de nuestro sistema y en lugar de actuar como un aliciente para el conjunto del sistema, termine por generar frustración y finalmente resigne a la comunidad educativa. Ejemplos de sobra tienen los profesores en sus liceos.