Otto Dix. Jugadores de cartas |
El debate de una
política cultural de la izquierda
En las postrimerías del primer gobierno
derechista desde el retorno a la democracia, la sociedad chilena,
aparentemente, se está planteando por fin las tareas que se suponía eran de las
que tenía que hacerse cargo la transición y los gobiernos democráticos. Resulta
curioso que habiéndose postergado por veinte años, se las plantee hoy en día
argumentando que eso es posible, precisamente, gracias a que se las pospusiera
para un futuro indeterminado que pareciera haber llegado por fin. La fórmula
más recurrente a este respecto, es la de que una vez superada la
pobreza, nuestra sociedad puede plantearse finalmente el problema de la
desigualdad. Excepto para el pensamiento católico preconciliar, la pobreza no es una esencia, una mala
esencia o causa deficiente, sino, justamente, la expresión más radical de la desigualdad, la que como ha planteado
la CUT en muchas ocasiones tiene su origen en el trabajo, tal como éste es
concebido por el neoliberalismo. Es decir, la pobreza es expresión de unas
relaciones sociales y en primer término, de unas relaciones entre el capital y
el trabajo, extraordinariamente desequilibradas por la misma naturaleza del
modelo, el que lo concibe como el más flexible de los factores de la producción
y a la desigualdad como una motivación de la competencia y por consiguiente,
del crecimiento económico.
Precisamente, porque la pobreza no fue nunca para quienes nos han
gobernado desde 1990 un problema de la sociedad, sino un problema individual.
Por ello el énfasis en el discurso cultural dominante de la transición, en sus
versiones más o menos radicalizadas, en el esfuerzo, en la idea de capital
humano, la capacitación para el trabajo, la flexibilidad frente al cambio y la
formación para el emprendimiento.
En lugar de mejorar las condiciones de
sindicalización, negociación colectiva y huelga, redistribución primaria del
ingreso y el ejercicio de derechos sociales económicos y culturales
garantizados por el Estado, la lucha contra la desigualdad se basó más bien en
la capacitación para que cada individuo, por sus propios medios, saliera de la
pobreza. La identidad, la subjetividad
para la cultura dominante de la transición, no se constituiría a partir de la
relación social sino a partir de un sustrato individual irreductible sobre el que
cada individuo establecería dicha relación. Por ello la estrategia de
integración social de la transición –por llamarla de alguna manera- no se basó
en la reelaboración de las relaciones sociales sino en la igualdad de
oportunidades. Esa fue la transformación
cultural más importante que introdujo el neoliberalismo globalizado en los
noventa, convertir al individuo en una especie de átomo de la sociedad y a ésta
en la adición de estos miles, millones de
átomos o partículas sociales aprovechando o dejando pasar las oportunidades.
Entonces, mientras -según algunos- se
superaba la pobreza, los ricos se hacían mucho más ricos y la brecha de
desigualdad social, económica y cultural, se profundizaba de manera escandalosa
mientras se generaban mejores condiciones para superar la desigualdad toda vez
que, supuestamente, se estaba superando la pobreza. Es un argumento ex post y por tanto bastante
sospechoso de ser pura ideología. Separar la lucha contra la pobreza de la
tarea de superación de las desigualdades que genera el neoliberalismo es,
precisamente, la operación ideológica gracias a la cual se puede hacer aparecer
la transición como un éxito y exculpar al
neoliberalismo y las relaciones sociales basadas en la privatización, la
competencia y el consumo de ser las causantes de la desigualdad y también de la
pobreza.
Esta concepción cultural, tuvo además un
impacto extraordinariamente profundo en todo orden de cosas. Lo tuvo por
ejemplo en la concepción de los derechos sociales y culturales de ciudadanos y
ciudadanas del país; por tanto la concepción que nuestra sociedad tiene de lo
público de modo que, por ejemplo, tanto la educación privada que recibe
financiamiento del Estado como la que es de su propiedad son consideradas “públicas”
por el solo hecho de dar satisfacción a la necesidades educativas de estos
millones de partículas –que son los individuos- aun cuando tengan finalidades
completamente diferentes; o de que el sistema de transporte público de la
ciudad de Santiago se base en el control monopólico del mercado de cuatro
empresas privadas a las que el Estado subsidia en miles de millones de pesos
por sus pérdidas todos los años, mientras otorgan un servicio de pésima calidad
a trabajadores y trabajadoras, empleados y estudiantes. El sistema previsional
que, pese a la reforma de la Presidenta Bachelet, siguió en rigor siendo el
mismo, se basa también en este principio cultural: cada individuo responde por
sí mismo y el Estado subsidia a la empresa privada y sólo se preocupa de
quienes, individualmente, sean incapaces.
Ejemplos de “políticas públicas”
como estas podrían multiplicarse por
cientos.
Pero esta concepción cultural que podría
parecer natural y obvia para un derechista o un católico, y que se expresa en
el principio de subsidiariedad del Estado, se vio facilitada por la acción de
gobiernos que contaron entre sus componentes esenciales a la socialdemocracia y
a un socialismo radical que se planteó tareas de transformación revolucionaria
de la sociedad en los años sesenta y setenta y que intentó introducir esos
mismos idearios de transformación radical de la sociedad en el nuevo contexto
de infinitas posibilidades que, supuestamente, ofrecían la expansión de la
democracia representativa y del mercado global a fines de los ochenta.
Libertad, igualdad, fraternidad, democracia, participación.
Partiendo, entonces, de la creencia de que el individuo es una esencia y
que después de él no hay nada, este intento por introducir los mismos idearios
de transformación radical de la sociedad de los años setenta, terminó en la profundización
de la desigualdad, en una moral de la exclusión; un sentido común individualista
y enajenado por la privatización y el consumo, que es todo lo contrario de lo
que se planteara. Se trata de un fenómeno cultural complejísimo y
probablemente, el obstáculo más importante que un próximo gobierno progresista
va a encontrar para la realización de las tareas que la sociedad demanda del
Estado y sus autoridades.
Es de hecho, el caldo de cultivo para el
surgimiento de los populismos de derecha de la peor especie. La popularidad en
este sentido, el buen resultado de una encuesta, cuando no tiene un fundamento
político y cultural profundo, puede volcarse en poco tiempo hacia las
posiciones más reaccionarias que se pueda imaginar. El sentido profundo de la
democracia, su contenido humanista y liberador, producto del neoliberalismo en
los últimos treinta años, fue reemplazado por el criterio de la mayoría, la
dictadura de las encuestas y el mercadeo. Un futuro gobierno democrático,
después del desastre que ha significado para el país el gobierno de derecha,
debe hacerse cargo también de resignificar la democracia. Lo que pasa por
otorgar al país una nueva Constitución que surja de la voluntad mayoritaria del
pueblo.
Pero también pasa por hacerse cargo de
la desigualdad desde un punto de vista que asuma la relación social como
constitutiva de la identidad de ciudadanos y ciudadanas. Entre ellas,
seguramente la más importante, el trabajo. No habrá otra cultura, una sociedad
más democrática ni verdadera equidad mientras siga habiendo relaciones tan
desequilibradas entre trabajadores y empleadores, distribución tan
escandalosamente desigual de las
utilidades de las empresas y proscripción de los derechos de organización y
manifestación de los trabajadores en sus lugares de trabajo, como si dejaran de
ser ciudadanos en ellos.
En último término, también por la resignificación
de lo público relevando el carácter social de bienes y servicios; la propiedad
no como una cuestión meramente jurídica y materia de abogados y administradores
públicos, sino esencialmente política y que dice relación con el reconocimiento
de las asimetrías y desigualdad de una sociedad en que la propiedad privada se
ha transformado prácticamente en la piedra filosofal que explica y resuelve
todo y el que se la haya elevado a la categoría de paradigma de la libertad,
negando las formas de convivencia colectivas, asociativas, en resumidas cuentas
formas sociales de convivir con otros en espacios que son propiedad de todos y
respecto de los cuales el Estado cumple un papel de garante.
Es finalmente ese el problema de la
política cultural. Oponer otros valores, otras costumbres a los que hegemonizan a nuestra sociedad desde un
radicalizado sentido de clase que totaliza nuestras vidas y las integra como si
esos valores, esos hábitos –como pagar por todo, endeudarse, desconfiar del
vecino, competir con el compañero de trabajo-, fueran naturales y provinieran
de nuestra biología.
Es precisamente el aporte de Gladys
Marín, denunciar incansablemente la desigualdad que generaba la implementación
y perfeccionamiento del modelo neoliberal durante la transición, mientras se
voceaba la lucha contra la pobreza como un éxito; señalar permanentemente que
este no es el mejor de los mundos, que otro Chile es posible.
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