Pieter Bruegel . El triunfo de la muerte |
Naturalismo de la crisis del modelo y autonomìa
Nadie toma por asalto aquello que
llamamos la realidad, y ni siquiera
un artista revolver de estrellas
sabe algo de ella, la realidad ya no
es un privilegio es lo que nos
sucede al andar solo al andar
Pues los artistas atacan su
piedra con símbolos que no entendemos, se
sientan a mirar su piedra y nos
hablan de sueños de sueños y sueños.
Estamos todos frente a una piedra
tratando de romperla, con la
mirada y no pasa nada, no pasa
nadaaaaaaa, estamos solos frente a una
piedra tratando de moverla,
noooooo no.
Manuel García
La crisis del neoliberalismo es
informada todos los días por los medios de comunicación como si fuera un
fenómeno más o menos natural y sin que podamos predecir su desenlace. En
efecto, el modelo demuestra todos los días una increíble tozudez para resistir,
reinventarse y convertir sus propias crisis en oportunidades para profundizar
la desigualdad y seguir destruyendo el medioambiente. La crisis puede
significar, entonces, el fin del género humano y de la viabilidad de la vida en
el planeta y no el fin del capitalismo o del capitalismo en su versión
neoliberal. Rosa Luxemburgo, resumía una situación similar a comienzos del
siglo XX en su famosa consigna “socialismo o barbarie”. Sabemos lo que pasó.
La Concertación de Partidos por
la Democracia, en cambio, asumió el gobierno en medio del ciclo de mayor
expansión de este modelo, momento que coincidía además con la caída del
socialismo y los albores de la globalización.
No se trata simplemente de que la
Concertación abrazara con gran entusiasmo la obra de Pinochet. Fue el signo de
los tiempos, la tendencia imperante a la que ésta se acopló de muy buen grado y
que probablemente explica sus “éxitos” y también determinó inexorablemente su
bancarrota. Toda su obra privatizadora da cuenta de ello, la firma desenfrenada
de acuerdos de libre comercio y aprovechando la bonanza económica, la técnica
de los pequeños ajustes, de las regulaciones parciales y las reformas
fragmentarias, técnica que por lo demás coincidía con la concepción de la
política pública de los neoliberales.
Ciertamente no estamos en
presencia del mismo país de Pinochet. Y no solamente porque a nadie lo
acribillen por la espalda o lo hagan desaparecer. Pero ello no significa que la
Concertación tuviera un proyecto. Si lo tuvo, consistió en colocarse en la
cresta de la ola globalizadora, de la privatización, del libre comercio y
repartir las migajas que caían de la mesa de las transnacionales, posponiendo
para un futuro indeterminado la tan cacareada equidad, utopía que actuó por dos
décadas como un relato justificatorio de la desigualdad y la exclusión en base
a la que opera, y lo seguirá haciendo, el modelo.
De esa manera, se fue
consolidando una cultura liberal de marcada impronta individualista, que hizo
de la diferencia precisamente el principio de la igualdad; por tanto, del
consumo, un símbolo de diferenciación y un factor de movilidad social, que
modificó el paisaje de nuestras ciudades, llenándolas de mall’s y palmeras, de
escuelas privadas subvencionadas por el Estado, que progresivamente fueron
reemplazando las escuelas públicas, en barrios y poblaciones; universidades
docentes –todas privadas- que son pobladas por la emergente clase media
aspiracional; bibliotecas llenas de best-sellers y pocos clásicos; salas de
cine que reproducen películas como si se tratara de calcetines y, por cierto,
comida rápida que ha hecho de la obesidad mórbida un problema de salud pública,
especialmente entre nuestros niños. Una cultura que, según los informes del
PNUD, no ha significado, pese a la aparente democratización del consumo por la
vía del crédito, más seguridad, más bienestar, más tranquilidad para
desarrollarse los seres humanos en la realización de sus proyectos individuales
y colectivos.
Por el contrario, junto al
consumo desenfrenado –consumo de cualquier cosa, bienes de todo tipo; aparatos,
educación y cultura, fármacos, drogas, productos new age y esoterismo,
televisión e Internet- crece la insatisfacción y el malestar. Esa es la
cultura liberal de los últimos veinte años, un obeso a punto de morir.
Un obeso que oculta tras su
desmedida opulencia, un país que el terremoto mostró en toda su fea desnudez;
pobreza, ineficiencia de un Estado desmantelado por la promesa de que la
iniciativa privada –la piedra filosofal de los liberales- iba a resolver todos
los problemas; corrupción y comportamientos sociales anómicos que todos los
fines de semana vemos en los estadios pero de los que tras el terremoto
hicieron gala todas las clases sociales entre la sexta y la novena región y
hasta en la Región Metropolitana.
Pero al menos podemos escoger a
quién nos va a joder, pensará el liberal. Pero incluso eso es ficción. La
democracia, al ritmo de la privatización, el consumismo y la competencia como
manifestaciones del espíritu individualista liberal, se ha minimizado hasta
hacer, en principio, casi intrascendentes los actos eleccionarios. La libertad
fue reemplazada por la “posibilidad” que encuentra su representación jurídica y
política en el sistema electoral binominal. La libertad para escoger se torna, entones,
intrascendente también, pues es solamente una posibilidad, no el resultado de
la actividad humana en el terreno de la vida política y social.
Vaciada de contenido y sustancia
–la que se encuentra no ya en los sujetos sino en el mercado de las posibilidades-
incluso la apariencia va reemplazando la verdadera estética; las palabras, los
juegos de palabras, a las ideas y las ideas, los símbolos y las formas a su
vez, se van haciendo cada vez más vacías y ajenas a lo real. Internet es su
representación más sobresaliente; en el ciberespacio hay lugar para todo y para
serlo también, no así en la vida real. Como en una obra de arte kitsch, el
esteticismo reemplaza la forma auténtica y la incongruencia al sentido, como no
sea el que se da a sí misma.
Fue la cultura de los buenos
viejos tiempos de la globalización y el neoliberalismo. Pero la insatisfacción
empieza a ser no solamente individual, como indicaba el PNUD hará ya hace unos
diez años. Ahora, empieza a dar paso a la protesta social. Las movilizaciones
por la educación del año pasado, las protestas contra el alza del gas en
Magallanes; el levantamiento de Aysén y ahora, las comunas del norte. La
insurrección de los que protestan contra los malos olores y el abuso de las
empresas en Pelequén y Freirina, demuestran que la estética no va a reemplazar
nunca la vida real y que las ideas, por muy lógicas que sean, no necesariamente
tienen que ver con ella, menos aún en la sociedad de la posibilidad –o como le
gusta decir a Piñera de las oportunidades-.
Por ello el malestar individual
empieza a dar paso a comportamientos cooperativos. Porque la vida real está
hecha de miles, millones de comportamientos sociales que se viven en el barrio,
la escuela, el consultorio, en el trabajo. El individualismo liberal, de hecho,
pasa por alto incluso que esto es así por la misma composición fisiológica de
nuestro organismo.
Pero esos comportamientos
cooperativos ya no son como los de hace treinta años. El liberalismo destruyó
tejidos sociales largamente trenzados en un siglo. Es más, incluso a
movimientos sociales, identidades colectivas que eran parte integrante de la
democracia y que interactuaban con el Estado –algunas veces en conflicto
abierto, otras negociando reformas parciales- que fueron haciendo de su
relación algo un poco más complejo que la versión que con una enorme
simplicidad, pretende atribuirles la tan mentada autonomía por la cual nada
tendrían que ver con los partidos políticos, las instituciones, el Estado o
alguno de sus organismos.
Por muy sofisticados razonamientos
y por muchos ejemplos históricos que se busquen y hasta se encuentren, no pasa
de ser una versión positivista y de un naturalismo que describe mucho pero
explica poco.
El punto es que en la concepción
de mundo que se hizo hegemónica en los últimos veinte años, lo real -lo
"material"- y lo ideológico, lo simbólico y lo político, están
irremediablemente separados y pertenecen a dos esferas diversas del mundo. De
manera que en realidad del mundo no se puede decir nada con sentido, excepto
que es como es o en el peor de los casos, que no existe. Es solamente una
representación.
A la vuelta de veinte años,
resultó que esta representación no se correspondía con lo real y que la gente
ya no está conforme con la pura estética y las infinitas posibilidades que el
mercado y el crédito –representación economicista de la posibilidad- le ofrece.
Y en todo orden de cosas, también en el sistema político, de lo que dan cuenta
los intrascendentes niveles de respaldo en las encuestas a las dos coaliciones
políticas que co-gobernaron en los últimos veinte años.
Pero ese mismo malestar, que de
individual mudó a social en el último año y medio, dispone de unas “actitudes”
herederas aún de la cultura individualista del liberalismo. Por ello, aunque
los valores del sistema estén en franca bancarrota; habiendo una crisis
generalizada del sistema político y un descrédito tan grande de sus
instituciones, ello todavía no se traduce en un movimiento de masas con un
sentido de transformación estructural y se debate entre el individualismo y la
búsqueda de sentidos colectivos y de país.
La demanda por fin al lucro en la
educación expresa esta tensión entre la incapacidad individual de acceder a un
servicio que de acuerdo al discurso dominante en los noventa, sería la clave
para superar la pobreza y conseguir mejores posibilidades de desarrollo
personal y social –siempre a partir del esfuerzo individual - y la búsqueda de
un sentido que trascienda el mercado y la posibilidad individual para dar paso
a unos valores, una moral de lo colectivo, la cooperación –que es lo que
se resume en el concepto de “lo público” –.
Individuo y sociedad no son
distintos. El que esto sea así, es un resultado de las políticas liberales.
Separación entre lo político y lo social, entre Estado y sociedad civil, no son
un orden de cosas natural sino el producto de la acción política. Pero así como
no es un resultado más o menos espontáneo de acontecimientos impredecibles, su
superación tampoco será obra del desarrollo más o menos natural de las propias fuerzas
sociales que por medio de un mecanismo espontáneo e impredecible también,
subvertirán el orden neoliberal.
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