¿La
pedagogía es una ciencia? ¿Es una disciplina que reúne varias ciencias? ¿Es una
tecnología que se basa en conocimientos socialmente reconocidos como válidos?
¿Se trata de conocimientos objetivos? O bien ¿es un “arte” que se basa en la
intuición y la experiencia de quienes la practican? No hay una sola
respuesta para todas estas preguntas. Lo que sí sabemos es que es una práctica
de un grupo definido de profesionales; legitimado por la sociedad y
reconocido por el Estado como competente para realizarla de modo sistemático y
en un sistema formal que es la escuela.
Por
lo tanto, podemos definirla, momentáneamente, como una práctica realizada
por un grupo específico -el magisterio- en una institución
encargada de ciertas responsabilidades que tienen que ver con fines
explicitados por una política de Estado, entre ellos la convivencia
social y el desarrollo personal de los ciudadanos y ciudadanas de un
país. Este grupo social, por lo tanto, no desarrolla su “oficio”, su
“profesión” de manera independiente. Su práctica es parte de un sistema de
relaciones determinadas histórica y políticamente. Tiene objetivos sociales
definidos en cuerpos legales, que se expresan en relaciones, procedimientos,
jerarquías, reglamentos, métodos institucionalizados de evaluación y también en
normas consuetudinarias.
Lo
pedagógico, entendido en este sentido amplio como una práctica legitimada
socialmente, reconocida por el Estado y sujeta a una serie de normas y
procedimientos, no depende única y exclusivamente de la preparación de un grupo
de profesionales o trabajadores. Tampoco sólo de un sistema estático de reglas
y técnicas ni de saberes específicos. Tampoco de la experticia individual de
quienes la practican.
Por
lo demás, el profesor o profesora no es un trabajador que pueda separar
fácilmente sus condiciones laborales, de su propia persona –su cuerpo y su
intelecto (que es su instrumento de trabajo, su herramienta)– y de la
responsabilidad que la sociedad le asigna –la
transmisión/producción/resignificación de la cultura-. Sus condiciones de
trabajo no son tampoco solamente una manera de garantizar su subsistencia
–salario, descanso, previsión-, sino que forman parte de las condiciones de su
ejercicio profesional y del desarrollo de las responsabilidades que le han sido
asignadas por la sociedad y el Estado.
Por
otra parte, tampoco sus derechos y obligaciones laborales así como
profesionales, se pueden separar con facilidad –por razones obvias– de las
relaciones que establece en varios niveles: el primero, con la comunidad
educativa (que también es parte importante de sus medios -el cuerpo docente,
asistentes de la educación, los directivos y alumnos, padres y apoderados-); la
que establece con los responsables políticos del sistema escolar a través de
departamentos y corporaciones de educación municipal y el Ministerio de
Educación; también con los empresarios de la educación
subvencionada por el Estado; y por medio de éste, la que establece con la
sociedad en su conjunto.
La
tentación de una profesionalización abstracta que concibe la pedagogía como una
responsabilidad única y exclusivamente del docente, sin considerar las
políticas educacionales vigentes, sus condiciones de trabajo, incluso las
características históricas y políticas en que se desarrolla, puede llevar a
equívocos, como ha ocurrido en el último tiempo -en los últimos veinte años
para ser más exactos- y a eludir como país la responsabilidad de la educación.
Es la razón de que, cuando se trata de impulsar políticas, para el discurso
dominante, “somos todos responsables”, pero cuando se trata de evaluar sus
fracasos, solamente los y las docentes son los aludidos.
La
conclusión de semejantes hipótesis es que se debe mejorar la docencia, generar
un marco de políticas específicas para “motivar e impulsar a los docentes a
mejorar sus prácticas de enseñanza… entregando un marco explícito, conocido y
motivador” que encauce el desarrollo profesional y personal de profesores y
profesoras. La elaboración de una carrera profesional docente es, pues, una de
las tareas de la política educacional más importantes para el país hoy en día.
Es al menos lo que dicen sus responsables pese a que el magisterio la viene
reclamando desde el retorno a la democracia. Pero por todo lo dicho, es una
tarea muy compleja. Es un problema de política educacional; pero es también una
cuestión que afectará necesariamente las condiciones de trabajo de profesores y
profesoras. Y finalmente un problema técnico que se refiere a la definición del
trabajo docente.
Está
siempre latente el riesgo de que la “política pública” consista en hacer
descansar su responsabilidad en los mismos que la susodicha política debe
“motivar e impulsar”. Sería en ese caso una curiosa política. El marco
regulador es solamente un enunciado de expectativas que se espera cumplan los y
las docentes. Si el objetivo de la política es motivar a los profesores en
ejercicio, podemos suponer desde ya que no será vista por estos como un factor
de desarrollo, sino muy probablemente como una carrera de obstáculos. En
segundo lugar, siendo así difícilmente algún joven se motive para ser pedagogo
siendo que muchas otras carreras brindan mejores posibilidades en el ejercicio
liberal de la profesión. Y finalmente, son tantas las expectativas puestas en
la carrera docente, las que se asumen con una ingenuidad pasmosa –como si
el talento por sí solo fuera garantía de algo en nuestro sistema educacional-
que termine frustrando a jóvenes estudiantes de pedagogía, al magisterio en
ejercicio, a los padres, a los alumnos y por cierto a las autoridades
educacionales y políticas del país.
La
construcción de una carrera profesional es, por el contrario, parte de una
cadena de políticas. También de sistemas y subsistemas. Lo que no significa que
no sea abordable. No se trata de una reivindicación más del magisterio ni
tampoco de que la política por sí misma vaya a resolver el conjunto de
problemas con los que carga nuestra educación nacional, ante los cuales todos
los diagnósticos coinciden. La docencia es lo propio del oficio de
profesor o profesora. Es lo que une a miles de trabajadores docentes de
la educación tanto municipal como privada. En ella hay puntos de unión entre lo
educativo, lo profesional y lo laboral. Puede ser la clave, entonces, para
empezar a destrabar un sistema en que la política pública se basa en la
separación de la comunidad educativa y el Estado.
Entonces,
la definición de la carrera docente, además, es un instrumento de política
cultural en tanto que configura una identidad social, la de los maestros y
maestras, que producto de treinta años de aplicación del neoliberalismo más
dogmático ha sido destruida o a lo menos, reducida a sus aspectos más
pedestres. O bien “sentido común sistematizado” o, en el mejor de los casos,
mera instrucción. También es una política cultural porque actúa y se desarrolla
al interior de la relación entre diferentes generaciones de chilenos y clases
sociales; interactúan diferentes actores, como autoridades del Estado, de
gobierno, municipales, el gremio docente, sus organizaciones sindicales, las
universidades y la intelectualidad preocupada de la educación.
Se
trata por consiguiente de una tarea política para todos quienes, desde
diferentes posiciones, luchamos contra el neoliberalismo. Pero con la misma
preocupación y con la misma urgencia en el momento histórico y político, la ven
sus partidarios. La carrera docente puede ser la excusa para, una vez más,
mantener el estado de cosas actual o comenzar a desentrañar un sistema que
hasta ahora parece inexpugnable.
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