Max Horkheimer |
"Los así llamados hechos obtenidos mediante métodos
cuantitativos (…) son a menudo fenómenos
de superficie que más contribuyen a oscurecer que a develar la realidad de
fondo. Un concepto no puede ser aceptado como medida de la verdad si el ideal
de la verdad al que sirve presupone en sí mismo procesos sociales que el pensar
no puede convalidar como instancias últimas."
Max Horkheimer
La polémica
que se desarrolla cada año, con motivo de los resultados del SIMCE, es como
todas a las que nos tiene acostumbrados la cultura dominante. Son como “el parto de los montes”, sólo dan origen a más planes focalizados y
pequeños ajustes a una política que hace años está en franca bancarrota. Aumentar
los montos de la subvención; exigir rendición de cuentas; entregar la
información adecuada a los usuarios del sistema para que puedan tomar la mejor
decisión a la hora de matricular a su pupilo; elevar las exigencias a los
docentes –por ejemplo, a través del cumplimiento de metas de aprendizaje de los
alumnos, como si esto fuera una maratón-.
Este tipo de
medidas ha tenido impactos terribles en el sistema educativo: el reemplazo de
la comunidad educativa por una sociedad de consumidores y prestadores, el
desquiciamiento de la profesión docente y el deterioro de las condiciones de
trabajo de maestros y maestras. Una gran fragmentación del sistema escolar.
Pero curiosamente nada de esto se refleja en el debate sobre los resultados del
SIMCE. ¿Qué es lo que afirma entonces el
discurso dominante? En primer lugar, el valor de verdad de las pruebas
estandarizadas como instrumento de medición de la calidad de la educación. Lo
más llamativo, al menos a los profesores nos llama la atención, es que el número, la calificación se impone
como un axioma. El cumplimiento o incumplimiento del estándar, cuán lejos o
cuán cerca está nuestra educación de
alcanzarlo, es lo que más resalta en el discurso dominante.
Pero además,
la afirmación de su validez absoluta. El estándar es válido siempre y en toda
circunstancia y el aprendizaje, en este caso, se mide por la mayor o menor
aproximación al número, al estándar. O sea, las evaluaciones o mejor dicho, las
calificaciones se transformaron en los últimos veinte años en fines de la
educación. Sería bueno preguntar a un profesor de educación física si este
criterio evaluativo podría aplicarse sin producir lesiones o lo que es peor,
frustración, desidia por la práctica del deporte y hasta aversión y
resistencias.
La
evaluación estandarizada además -incluso considerando que pudiera ser una
expresión cien por ciento fiel del aprendizaje- ha sido reducida a los contenidos enciclopédicos
del curriculum. Toda la prédica sobre su pertinencia, los aprendizajes
significativos, con que se ha bombardeado teóricamente a profesores y
profesoras, es un paramento ideológico que apenas encubre la presión por el
cumplimiento de metas tal como sucede en la empresa. En el mejor de los casos,
son meros instrumentos para que el cumplimiento de éstas, sea asimilado con
menos resistencias por las comunidades educativas.
Y dentro de
los contenidos del curriculum además sólo los de lenguaje, matemáticas, comprensión
del medio y últimamente inglés. O sea, la medición cuantitativa o
estandarizada, sólo da cuenta de un pequeño fragmento del proceso educativo y
de sus resultados. Sin considerar todos los aspectos valóricos, actitudinales y
psicomotores que se ponen en acción en ellos. La discusión acerca de los
resultados del SIMCE, oculta la afirmación dogmática del valor de verdad de las
pruebas estandarizadas, aunque esto sea contradictorio con las teorías de la
educación, con lo que se enseña a los futuros docentes en las universidades,
con los derechos de los niños y los jóvenes e incluso con el valor de la
escuela como ámbito de la sociedad civil.
De una
evaluación tan localizada del complejo fenómeno educativo, es difícil que
cualquier autoridad –sea del signo político que sea- pueda sacar conclusiones
válidas o mínimamente confiables, para la elaboración de políticas aplicables
al sistema escolar. Aunque no lo quiera, siempre se quedará corto. Todo lo que
pasa al interior de la escuela es parte del curriculum. Pero como no es
medible, al menos no desde la concepción que transforma el aprendizaje en un
número, no es objeto de política pública. Pero sin siquiera cuestionar la
validez de la medición estandarizada, las autoridades políticas se abocan a la
elaboración de más propuestas de acción basadas en la estandarización. Esas propuestas
por lo general, son las que ponen el acento en la administración educacional
entendida como una técnica fragmentaria, de la pequeña unidad (la escuela).
Pero la política educacional es una responsabilidad del Estado, incluso aunque
más no sea que para dictar su marco regulatorio –y en esto no podrían estar en
desacuerdo ni los más entusiastas partidarios del neoliberalismo- y ésta por lo
tanto, no podría ser el resultado de la
suma de los pequeños ajustes y planes focalizados. Incluso por una cuestión
lógica, porque la suma de todas estas reformas fragmentarias deben estar
reunidas en el plan del organismo regulador –aunque no sea un plan sistémico-.
Los
negativos impactos que ha tenido la evaluación estandarizada en nuestro sistema
escolar, lo insuficiente de las informaciones que aporta a los responsables de
la política pública, por lo tanto su indigencia para producir políticas o para
entregar insumos para la elaboración de propuestas que impacten positivamente
en nuestro sistema escolar, son silencios flagrantes que se pueden comprobar al
leer el debate sobre los resultados del SIMCE. Pero estos silencios ocultan
otras cosas o tienen por finalidad ocultarlas. Incluso con todas las
imperfecciones e insuficiencia antes señaladas del SIMCE, hay una voluntad
intencionada de ocultar que los resultados de esta prueba en el sector
municipal de los primeros quintiles de ingreso –esto es, los más pobres- son superiores a los de las escuelas privadas
subvencionadas por el Estado en esos mismos sectores.
Otra
supuesta verdad evidente por sí misma de la evaluación estandarizada: que la
educación privada es mejor que la educación pública. Este es quizás uno de los
dogmas que los resultados de la evaluación estandarizada a través del endiosamiento del número absoluto,
pretende ocultar.
Pero junto
con ello, la afirmación de la inferioridad de los jóvenes de sectores
populares. Como todo lo que es resultado de las pruebas estandarizadas (también
la PSU), es lo que el número expone de una manera muy sibilina. Las
explicaciones que proponen la sociología y la antropología no han logrado hasta
ahora evitar la estigmatización de estos niños y jóvenes. La prueba
estandarizada, por más explicaciones y fundamentos que las ciencias sociales
encuentren, solamente expresa un resultado, no contextos ni procesos. De esta
manera, aunque no lo quiera, el responsable de la política pública no podría
elaborar más propuestas sin negar los fundamentos clasistas del modelo.
Entonces, no le queda más remedio que aumentar las medidas de control, en un
sistema ya de por sí extraordinariamente controlador.
La polémica
sobre los resultados del SIMCE oculta en resumidas cuentas, el carácter
clasista de nuestro sistema educacional,
constatación que sirve al responsable de la política pública en el sistema
neoliberal, sólo para señalar que la desigualdad que está a la base de este
sistema y que se expresa en los resultados del SIMCE, es algo natural y que
incluso es la base para la construcción de la política educacional del Estado.
Mientras estos silencios del SIMCE sigan siendo la base para su elaboración,
nuestra educación nacional va a seguir estrellándose contra la sofocante
realidad de su fracaso, que no es otra cosa que el fracaso del neoliberalismo
para organizar la vida social sobre una base verdaderamente humana y
democrática.
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