“Cuando las amadas palabras
cotidianas
pierden su sentido,
y no se puede nombrar ni el pan,
ni el agua, ni la ventana,
y la tristeza ha sido un anillo
perdido bajo la nieve,
y el recuerdo una falsa esperanza de
mendigo,
y falso todo diálogo que no sea
con nuestra desolada imagen…”
Jorge Teillier
Así parte el poema “Otoño secreto”. Como muchos han
sostenido, describe poéticamente el desarraigo de un joven de Lautaro llegado a
estudiar pedagogía en historia a Santiago en los años cincuenta del siglo
pasado.
Ese desarraigo es en el que nos ha sumido también el
neoliberalismo. Es como haber sido trasplantados, en el transcurso de una
violenta dictadura militar, a otra ciudad, a otras costumbres, en una palabra,
otra cultura en la que el universo simbólico y conceptual, del que el lenguaje
es una expresión, no da cuenta del mundo; los puros hechos se tornan
innombrables y nada se puede decir con sentido de ellos, a no ser que son como son
y que contra eso nada se puede hacer.
La orden del día, entonces, es la detención del pensar,
la impertinencia de concebir que el actual no es el mejor de los mundos
posibles y que otra manera de organizar la vida humana, la convivencia social y
de los hombres con la naturaleza, ni es posible ni es necesaria. La
proscripción de la diferencia y el debate ha sido el elemento característico de
nuestra cultura desde fines de la dictadura hasta el día de hoy. Organizar
racionalmente la vida humana, a partir
de una deliberación democrática de la sociedad, por tanto, se ha hecho improcedente.
Ello es lo que se expresa en el sistema político y la
Constitución que nos rige. Es lo
que se expresa también en la aparente naturalidad con la que durante al menos veinticinco o treinta años se hacen aparecer las privatizaciones, el sistema previsional que nos
rige y hasta la forma
en que la crisis del modelo es presentada por los medios de comunicación
masivos.
Eso ha sido el neoliberalismo. El predominio de las
fuerzas ciegas del mercado, la imposibilidad de reflexionar y debatir acerca de
la mejor forma de vivir los seres humanos y de relacionarse con la naturaleza.
La convivencia se ha tornado violenta y la inseguridad y la incertidumbre, la
norma. La destrucción de nuestro medioambiente, a niveles que incluso ponen en
riesgo vastas zonas de nuestro ecosistema como la Patagonia o los glaciares, y
la manipulación de los medios en provecho de los mismos que controlan el
mercado y que abominan de la libertad excepto de la propia, por ejemplo los
dueños de las AFP’s.
“Los puros hechos”, sin embargo, no son distintos a lo
que los seres humanos se hayan propuesto.
“Los puros hechos” son millones de acontecimientos que protagonizan hombres y
mujeres, intercambios que se viven en la calle, en el trabajo, en la escuela,
en el barrio y el consultorio. Y esos intercambios los protagonizan personas
concretas, no abstracciones ni almas puras: hombres, mujeres, jóvenes, viejos;
ricos y pobres, trabajadores y empleadores, chilenos, mapuches e inmigrantes.
La irracionalidad del neoliberalismo es, entonces, que
no se puede decidir sobre ellos y que se los debe aceptar como si provinieran
de un orden “objetivo”, “superior” o “natural” y como si todos fuéramos
“iguales” e indeterminados. Ello aunque sean precisamente, una creación de los
hombres y que éstos no son individualidades abstractas o almas puras. La famosa
diversidad, con la que el liberalismo hizo gárgaras en los noventa, fue una
pura cháchara para ocultar su vínculo intrínseco con el autoritarismo. No se
trata solamente de que el liberalismo se aliara con el conservadurismo para dar
origen a un engendro denominado comúnmente, desde mediados de los setenta,
“neoliberalismo”.
El vínculo entre liberalismo y autoritarismo no es
circunstancial. Su origen está en su común desvalorización de lo social, de lo
público, de lo colectivo y en su fe dogmática en una individualidad abstracta
que no se reconoce en el otro sino para
verlo como un riesgo, una amenaza, o en el mejor de los casos, un
adversario al cual se debe combatir. En ese punto, entre liberales y
conservadores hay una complicidad tal vez involuntaria, tal vez inconsciente,
pero que en términos prácticos se ha expresado en todas las esferas de la vida social.
Afortunadamente, sin embargo, esta concepción está en
retroceso y es lo que expresa el desastroso gobierno de la derecha, la protesta
social que se tomó las calles desde el 2011 a lo menos; los cuestionamientos al
significado del golpe militar y las violaciones a los Derechos Humanos que
motivaron las conmemoraciones de los cuarenta años del 11 de Septiembre y el
que los jóvenes, que entonces ni siquiera habían nacido, hoy en día quieran
saber la verdad.
“Nueva derecha”,
“liberales o nacionales”, “pinochetistas furibundos” o defensores de “la parte
buena del régimen militar” da lo mismo. Es toda la derecha la que está sumida
en una profunda crisis que expresa la bancarrota de las ideas neoliberales y la
fractura profunda que cruza el acuerdo entre liberales y conservadores. Se
abren entonces, perspectivas, mejores posibilidades, para quienes se proponen
realizar cambios profundos en nuestra sociedad.
El cambio cultural debe ser el objetivo final de la
política de un próximo gobierno democrático. Porque la realidad, “los puros
hechos”, son el resultado de la acción práctica de hombres y mujeres no sólo
en el ámbito de lo ideal y lo simbólico sino también de lo material. Todo lo
del mundo humano es resultado de su acción y puede ser tanto para hacerlo más
armonioso, orgánico y coherente, conservarlo y protegerlo, como para
degradarlo, incluso hasta hacerlo inhabitable para sí mismo.
La cultura es –por decirlo así- el nicho ecológico del hombre y ha sido siempre el núcleo, la razón y el modo de ser de los procesos
históricos y políticos.
La cultura no es, entonces, un plano distinto,
independiente y superior al de las relaciones sociales ni al de las relaciones
del hombre con el medioambiente. Por esa razón, no es un simple reflejo de
éstas ni tampoco un conjunto de ideas, formas, valores éticos y estéticos que
nos servirían para apreciar nuestro mundo real, incluidas la naturaleza y su
ecosistema.
La cultura no existe con independencia de que los
hombres viven juntos y se relacionan y a su vez, de que se relacionan con la
naturaleza. Es, más bien, una disputa permanente por la subjetividad, una
intensa lucha de clases por el dominio de la conciencia y el sentido común y hasta
por la sobrevivencia biológica de la especie humana.
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