El
solo hecho de que se enviara al Parlamento una ley que busca crear un sistema
de aseguramiento de la calidad de la educación, habla del fracaso del
mercado para regularla de acuerdo a su propia lógica; de su incapacidad de
proveer una educación de calidad para todos y todas (esto es, de dar
cumplimiento al Derecho a la Educación). Eso, dejando a un lado sus
escandalosas inequidades, que no solamente se arrastran desde la dictadura
militar sino que en los últimos veinte años se han profundizado.
La
lógica de limitación de los efectos excluyentes y disociadores del
mercado, ha resultado infructuosa por la incapacidad del propio Estado –léase
ministerio de educación- de hacerse cargo, dadas las limitaciones que le impone
su carácter subsidiario, el que se haya definido y consagrado en la
Constitución y las leyes que de ella emanan (primero la LOCE, después la
LGE). También porque en la concepción liberal de la sociedad, ésta es una
suerte de orden natural que surge de la iniciativa y de los intercambios de los
individuos entre sí, de manera que la regulación estatal siempre choca con la
limitación que le impone la acción espontánea de los individuos (libertad de
enseñanza de por medio) o tiene resultados indeseados por los organismos
reguladores y que escapan a su capacidad normativa.
En
efecto, el método de corrección de un desarrollo inorgánico e incoherente del
sistema educativo en su propia estructura –territorial, curricular, etc.-
producto de una descentralización chapucera y la progresiva privatización del
sistema escolar y en su relación con el país real y con las necesidades
de su población y de su desarrollo, tiene a la educación en el mismo punto de
hace veinte años o incluso, en algunos aspectos, francamente peor.
La
mayoría de las veces ello es visto no como un error de la política educacional
del Estado, sino como una atrofia de lo real que, en los hechos, esta misma
política se ha propuesto corregir, con los efectos por todos conocidos de
deterioro de la calidad y aumento de la inequidad de la educación. En
consecuencia, la iniciativa estatal para regular un aspecto tan sensible para
la sociedad y estratégico para el desarrollo del país, como es su educación,
resulta una imposición arbitraria.
Es
lo que expresó con elocuencia la rebelión de los estudiantes secundarios el
2006. La demanda de derogación de la LOCE, en efecto, podía ser
comprendida sin mucho esfuerzo por el carácter ilegítimo de esta ley promulgada
por la dictadura un día antes de dejar el poder. Pero con la misma radicalidad
con que protestaban en contra de la LOCE, se manifestaban los estudiantes
secundarios en contra de la Jornada Escolar Completa, contra el elitismo en el
sistema de acceso a la universidad y la administración municipal del
sistema escolar. Se manifiesta asimismo en la oposición de la comunidad
educativa a la Ley General de Educación. Es también lo que explica la
resistencia de los docentes a la aplicación de una evaluación realizada por
medio de un sistema que no es visto como parte de su desempeño cotidiano, sino
como una carga laboral más, introducida desde afuera y que sobre todo no tiene
ningún efecto en su desarrollo profesional.
Lo
que al Estado en los marcos del principio de subsidiariedad, incluso al sentido
común dominante, le parece correcto y natural, a los sectores directamente
involucrados, les resulta intolerable.
Efectivamente,
una regulación –sea una ley, un sistema o plan nacional, la fijación de una
tarifa incluso- no limita necesariamente la acción del mercado ni significa en
sentido estricto una corrección de los efectos negativos que produce en la
convivencia social. El Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la
Educación, por ejemplo, pretende resolver las atrofias que el mercado genera en
el sistema educativo –su bajo rendimiento en las pruebas estandarizadas de
medición de la calidad, desigual distribución de sus resultados dependiendo de
factores exógenos como un disímil financiamiento, capitales culturales
diversos, disposición de recursos e infraestructura, etc. – mediante la
clasificación de establecimientos de acuerdo a los resultados de las mismas
pruebas que son el indicador usado para medir la baja calidad de la educación
(una profecía autocumplida), rendición de cuentas, perfeccionamiento de
la información para los usuarios; creación de agencias acreditadoras. Es decir,
a través de más factores exógenos del proceso educativo. A la baja calidad de
la educación, se la pretende enfrentar no a través de más y mejor educación
sino a través de más competencia, más mercado, lo que a todas luces es insistir
en la misma receta fallida.
Aparentemente,
la aprobación de la idea de legislar en esta materia y el rechazo de los
artículos que crean la agencia de calidad y la superintendencia de educación,
expresan esta ambivalencia del proyecto en cuestión. Por una parte, la
necesidad de que el Estado regule la provisión de una educación de calidad para
todos los chilenos y chilenas y, por otra, la idea de hacerlo por intermedio de
más medidas de liberalización del sistema. Hasta la aprobación de la ley SEP y
la LGE es una ambivalencia que se resolvió por la vía de la imposición de las
lógicas de mercado como un hecho natural, casi biológico. Y quien sostuviera lo
contrario, sería considerado con toda seguridad un ideólogo o, peor aún, un
ignorante. Por una parte, se podían identificar con claridad los límites del
sistema y la exclusión en base a la cual opera. Aparentemente, sin
embargo, la mantención del equilibrio entre estos dos polos de la
política de la llamada transición democrática, sufrió un traspié en la Cámara
de Diputados. Y también, lentamente se trizan esos límites. Pero eso está
aún por verse.
La
orden del día para los sectores hegemónicos de la transición –cambio de
roles de por medio- es restablecer ese equilibrio o la construcción de un
acuerdo de nuevo tipo que dé respuestas a los fracasos de la política
educacional vigente y que son el resultado de un consenso excluyente y
contradictorio. La convocatoria del Ministro de Educación al Panel de Expertos
para una Educación de Calidad, se puede interpretar perfectamente en esa línea:
intelectuales del liberalismo concertacionista, representantes de una especie
de empresario formado en el nicho de connivencia público/privado,
representantes del pensamiento de derecha, excluyendo a la comunidad educativa,
a los responsables de la formación docente universitaria y, por cierto, a la
izquierda. Es la misma lógica de las comisiones que se formaron bajo los
gobiernos de la concertación, con una diferencia: que justamente uno de los
factores que explica la inversión en los roles que ocupan los sectores
hegemónicos de nuestro sistema político, es explicado por quienes ocupan hoy
una posición subalterna, por su incapacidad de remontar esta aparente
facticidad del mercado, de regular su funcionamiento, resolver las inequidades
que genera su acción ciega; también su distanciamiento de la sociedad civil y
el reemplazo del diálogo con las organizaciones sociales por la prédica
dogmática de los tecnócratas; por el debilitamiento y la pérdida de autonomía
de sus partidos respecto de la acción del gobierno. Por el sectarismo de su
actuación.
Esta
puede ser una oportunidad para superar el estado de deterioro en que ha puesto
a la educación el neoliberalismo, en primer lugar, y luego, el fracaso del
experimento de corrección de sus nefastos resultados desde la lógica de una
regulación que no toca sus aspectos esenciales y se queda en las posibilidades
que el propio modelo brinda. Eso depende en gran medida de la construcción de
un nuevo acuerdo, que en principio pasa por la recuperación de la educación
pública, el fortalecimiento del Ministerio de Educación y el diálogo con las
organizaciones sociales. Pero eso es ya un problema de voluntad política.
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